Este esquema está representado por una serie de cuadros de colores simbólicos: verde, amarillo y lila, que ilustran las etapas y dimensiones de la vida humana. El cuadro central, en amarillo, marca el inicio del ciclo con el nacimiento del ser humano, seguido por cuadros que reflejan las principales áreas que conforman su existencia:
El área física, material, mental, altruista y espiritual.
Cada una de estas dimensiones desempeña un papel crucial en la evolución de la persona y en su interacción con el mundo social, natural y material.
Llegar a esta vida implica un proceso de aprendizaje y transformación continuo. Desde el inicio, el ser humano está llamado a evolucionar, enfrentándose a desafíos que le invitan a crecer en múltiples niveles.
Este proceso requiere aprender a simplificar los problemas, manejando las emociones de forma equilibrada y desarrollando claridad mental. También implica beber de las enseñanzas de grandes filósofos, quienes aportan herramientas para comprender la vida desde una perspectiva más profunda. Además, es esencial aprender a equilibrar polaridades: no caer en los extremos, sino hallar el punto medio donde reside la armonía.
Este recorrido inicial, marcado por los colores verde y amarillo, representa la vida mundana del individuo, el día a día.
Es el plano donde se experimenta el aprendizaje práctico, las relaciones humanas, los retos emocionales y las conquistas materiales. Aquí el ser humano construye, tropieza, se levanta y, sobre todo, crece.
Sin embargo, el esquema también nos lleva hacia otra dimensión, representada por los cuadros lilas: el mundo espiritual. Este ámbito invita a una conexión más profunda con la esencia del ser humano.
El camino hacia lo espiritual comienza con calmar la mente para alcanzar paz interior, controlar el ego y aceptar la vida tal como es, incluyendo sus impermanencias y misterios. Es un espacio donde se trascienden las luchas mundanas y se busca comprender la raíz de nuestra existencia.
Finalmente, el esquema nos conduce al último cuadro: la muerte. Este es el punto de retorno, un momento que muchos temen pero que, en esencia, es un regreso a la raíz de todas las cosas. Aquí comprendemos que la muerte no es el fin, sino una transición. El cuerpo físico desaparece, pero la energía que somos, nuestra esencia más pura, persiste. En este sentido, la vida humana puede verse como un ciclo continuo de evolución, aprendizaje y trascendencia, un viaje que abarca tanto lo mundano como lo espiritual.
Este esquema no solo refleja el trayecto de la vida, sino también la conexión intrínseca entre los planos físico y espiritual. Invita a reflexionar sobre cómo cada dimensión de nuestra existencia nos prepara para el siguiente paso, hasta llegar al reconocimiento de nuestra verdadera naturaleza como parte de un todo mayor.